Infrecuente. Que un escritor norteamericano, para más señas guionista de Hollywood, haya pasado por Valladolid, y además haya charlado con algunos devotos en la librería Rayuela no es ordinario. ¿La excusa? La presentación de Una puerta al río (título de la edición española, publicada por el sello editorial La otra orilla, de Memories from a Sinking Ship), el último libro de Barry Gifford. ¿Un libro autobiográfico? Bueno, hay quien dice que todas las novelas lo son. Pero si se entiende de manera lineal, no le busquen tres pies al gato. Los recuerdos de la infancia sirven para ser narrados sin más, y el autor corre el riesgo de ser un pelma, o para ser recreados, y entonces el autor se supera y dota de una imaginación transmemorial a su libro.
Una puerta al río es un libro que se puede leer como retazos. No interesa el orden, si no se quiere, porque cada capítulo es una pequeña historia, o si se prefiere, un retazo de historia, que tiene significado y desvelamiento en sí mismo. Es verdad que hay un protagonista, un niño llamado Roy (¿tendrá que ver algo con aquel legendario Roy Rogers de los comics de los años cincuenta del pasado siglo?) que resulta ser un alter ego del Barry niño. Pero Roy sólo es el hilo conductor de esa especie de historia de historias, donde hay un desgranamiento cargado de humor lateral, aparentemente tibio pero reconfortante, de toda una serie de manifestaciones de vida familiar y de la mentalidad media de los norteamericanos de mediados del siglo veinte. Todos los individuos preservamos de la niñez un montón de acontecimientos, sucesos o simples transcursos que sólo la perspectiva del tiempo nos permite situarlos con significado. Barry Gifford ha plasmado su particular memoria a través del relato de ese alter ego en medio de una sociedad siempre en ebullición, en perpetuo cambio, donde parece no importar tanto la fragilidad como la capacidad de recuperación de los individuos y los grupos sociales. Gifford rescata esos temas cotidianos, aparentemente insignificantes y anodinos, para proyectar cierta dosis de interpretación o al menos sacar a relucir la parte de manifestación reveladora que hay tras ellos.
Estas historias-experiencias transcurren entre 1950 y 1963, los verdaderos años de experimentación, los que cubren infancia y primera juventud en el autor. Y así, se nos muestra la presencia particular de un padre ganster, que se ausenta de la familia o de su hijo de manera incluso improvisada, pero que es capaz de llevar a éste por espacios y ambientes que sería impensable en otros casos. Y el recurso al diálogo recurrente con la madre es un ejercicio de conclusiones personales en que el niño aparece bien soñador, bien crecido, bien consecuentemente lógico. Las historias con diálogo entre madre e hijo tienen un estilo conductual , con un corolario a veces cínico, a veces meramente irónico, a veces cautamente sarcástico. Barry Gifford utiliza el país variopinto, en permanente estado de estar haciéndose, cuando no de shock velado, que en ocasiones puede resultar esperpéntico y en otras hartamente estereotipado para traer a primer plano las cuestiones del fondo. “Crecí en hoteles, que es la mejor universidad para un escritor, donde continuamente pasaba gente, escuchaba lenguas diferentes y ahí escuchaba sus lamentos, sus angustias, sus historias”, nos contó Gifford. “El mundo que habitaba mi padre era un mundo de hombres, con sus códigos simbólicos, sus lenguajes en clave, y una serie de relaciones que escapaban a mi comprensión. Yo aprendí en ese acompañamiento a mi padre a inventarme mis propias ficciones, a contárselas a otros huéspedes. La infancia es la fuente de aprendizaje.”
Es todo un deleite abandonarse a ese mosaico de experimentaciones y deducciones de la infancia, que son las que salvan, cuando se relatan, los años de madurez. Como lo fue la presencia física de Barry Gifford en Rayuela. A partir de conocerle personalmente, resulta que ver por ejemplo Corazón Salvaje, el film de David Lynch, ya no será la visualización de una mera pero bestial película de carretera de ese autor, sino que tendrá para nosotros detrás la presencia de un guionista al que hemos comprendido un poco escuchando sus recuerdos y, sobre todo, leyendo Una puerta al río.
María González
Una puerta al río es un libro que se puede leer como retazos. No interesa el orden, si no se quiere, porque cada capítulo es una pequeña historia, o si se prefiere, un retazo de historia, que tiene significado y desvelamiento en sí mismo. Es verdad que hay un protagonista, un niño llamado Roy (¿tendrá que ver algo con aquel legendario Roy Rogers de los comics de los años cincuenta del pasado siglo?) que resulta ser un alter ego del Barry niño. Pero Roy sólo es el hilo conductor de esa especie de historia de historias, donde hay un desgranamiento cargado de humor lateral, aparentemente tibio pero reconfortante, de toda una serie de manifestaciones de vida familiar y de la mentalidad media de los norteamericanos de mediados del siglo veinte. Todos los individuos preservamos de la niñez un montón de acontecimientos, sucesos o simples transcursos que sólo la perspectiva del tiempo nos permite situarlos con significado. Barry Gifford ha plasmado su particular memoria a través del relato de ese alter ego en medio de una sociedad siempre en ebullición, en perpetuo cambio, donde parece no importar tanto la fragilidad como la capacidad de recuperación de los individuos y los grupos sociales. Gifford rescata esos temas cotidianos, aparentemente insignificantes y anodinos, para proyectar cierta dosis de interpretación o al menos sacar a relucir la parte de manifestación reveladora que hay tras ellos.
Estas historias-experiencias transcurren entre 1950 y 1963, los verdaderos años de experimentación, los que cubren infancia y primera juventud en el autor. Y así, se nos muestra la presencia particular de un padre ganster, que se ausenta de la familia o de su hijo de manera incluso improvisada, pero que es capaz de llevar a éste por espacios y ambientes que sería impensable en otros casos. Y el recurso al diálogo recurrente con la madre es un ejercicio de conclusiones personales en que el niño aparece bien soñador, bien crecido, bien consecuentemente lógico. Las historias con diálogo entre madre e hijo tienen un estilo conductual , con un corolario a veces cínico, a veces meramente irónico, a veces cautamente sarcástico. Barry Gifford utiliza el país variopinto, en permanente estado de estar haciéndose, cuando no de shock velado, que en ocasiones puede resultar esperpéntico y en otras hartamente estereotipado para traer a primer plano las cuestiones del fondo. “Crecí en hoteles, que es la mejor universidad para un escritor, donde continuamente pasaba gente, escuchaba lenguas diferentes y ahí escuchaba sus lamentos, sus angustias, sus historias”, nos contó Gifford. “El mundo que habitaba mi padre era un mundo de hombres, con sus códigos simbólicos, sus lenguajes en clave, y una serie de relaciones que escapaban a mi comprensión. Yo aprendí en ese acompañamiento a mi padre a inventarme mis propias ficciones, a contárselas a otros huéspedes. La infancia es la fuente de aprendizaje.”
Es todo un deleite abandonarse a ese mosaico de experimentaciones y deducciones de la infancia, que son las que salvan, cuando se relatan, los años de madurez. Como lo fue la presencia física de Barry Gifford en Rayuela. A partir de conocerle personalmente, resulta que ver por ejemplo Corazón Salvaje, el film de David Lynch, ya no será la visualización de una mera pero bestial película de carretera de ese autor, sino que tendrá para nosotros detrás la presencia de un guionista al que hemos comprendido un poco escuchando sus recuerdos y, sobre todo, leyendo Una puerta al río.
María González
UNAS HORAS CON BARRY GIFFORD
Uno nunca sabe lo que le espera cuando va a conocer a un escritor. Se intuye mucho de una persona a través de lo que escribe, pero siempre queda una gran incógnita, y a veces no sabes si animarte a conocer en persona a un autor que te ha gustado mucho, no vaya a ser que la realidad no esté a la altura de tus expectativas. Pero soy curioso por naturaleza, y cuando la asociación Laika y la Librería Rayuela me invitaron al coloquio con Barry Gifford, no lo dudé: allí que fui, dispuesto a conocer al creador de las historias de Sailor y Lula.
Y desde luego no me arrepentí. Barry Gifford es un escritor extremadamente cordial, muy simpático, muy atento a las preguntas de los lectores y decidido a contarnos su experiencia vital y literaria. Y así nos enteramos de que escribe siempre a máquina (no usa el ordenador y no tiene teléfono móvil), de que ha vivido gran parte de su vida deambulando por el mundo, aunque conserva un "puerto base" en California. De que admira mucho a Álvaro Mutis, y que conoce bien a los clásicos españoles, tanto el Quijote como la novela picaresca. De que ha colaborado con creadores de varias artes, y ha degustado tanto el barullo del trabajo con mucha gente como el silencio que acompaña las solitarias jornadas del escritor.
Barry Gifford habla con entusiasmo de sus amigos, de sus amores, de sus preferencias literarias y vitales, de sus viajes. Tiene mucho sentido del humor y es muy cercano. Bromea a menudo con el público y disfruta con las preguntas.
Sonríe con facilidad, y tiene el aspecto de ser un buen camarada para un viaje. Me imagino charlando con él en un restaurante de Tijuana, o comentando la coquetería de las romanas en una heladería del Trastevere, o hablando sobre películas antiguas mientras el coche devora una interminable cinta de asfalto en medio del desierto al son de las radios locales.
Espero que volvamos a vernos.
Diego Valverde Villena
(Director de la Feria del Libro de Valladolid, presentó al autor en Rayuela)
Uno nunca sabe lo que le espera cuando va a conocer a un escritor. Se intuye mucho de una persona a través de lo que escribe, pero siempre queda una gran incógnita, y a veces no sabes si animarte a conocer en persona a un autor que te ha gustado mucho, no vaya a ser que la realidad no esté a la altura de tus expectativas. Pero soy curioso por naturaleza, y cuando la asociación Laika y la Librería Rayuela me invitaron al coloquio con Barry Gifford, no lo dudé: allí que fui, dispuesto a conocer al creador de las historias de Sailor y Lula.
Y desde luego no me arrepentí. Barry Gifford es un escritor extremadamente cordial, muy simpático, muy atento a las preguntas de los lectores y decidido a contarnos su experiencia vital y literaria. Y así nos enteramos de que escribe siempre a máquina (no usa el ordenador y no tiene teléfono móvil), de que ha vivido gran parte de su vida deambulando por el mundo, aunque conserva un "puerto base" en California. De que admira mucho a Álvaro Mutis, y que conoce bien a los clásicos españoles, tanto el Quijote como la novela picaresca. De que ha colaborado con creadores de varias artes, y ha degustado tanto el barullo del trabajo con mucha gente como el silencio que acompaña las solitarias jornadas del escritor.
Barry Gifford habla con entusiasmo de sus amigos, de sus amores, de sus preferencias literarias y vitales, de sus viajes. Tiene mucho sentido del humor y es muy cercano. Bromea a menudo con el público y disfruta con las preguntas.
Sonríe con facilidad, y tiene el aspecto de ser un buen camarada para un viaje. Me imagino charlando con él en un restaurante de Tijuana, o comentando la coquetería de las romanas en una heladería del Trastevere, o hablando sobre películas antiguas mientras el coche devora una interminable cinta de asfalto en medio del desierto al son de las radios locales.
Espero que volvamos a vernos.
Diego Valverde Villena
(Director de la Feria del Libro de Valladolid, presentó al autor en Rayuela)
3 comentarios:
Cuando uno lee estos comentarios lamenta no haber estado presente, pero bueno, se hará lo posible la próxima vez. Lo que valoro sobre manera es el esfuerzo de la citada asociación y de la Librería Rayuela por acoger al autor y a la editorial. Este tipo de actos deben potenciarse, porque son los que de verdad dan el pulso del interés de la sociedad y sus tribus. Para mi tiene más valor que ciertos actos institucionales donde, sin dineros públicos, se haría muy poco (y con ellos no siempre se hacen bien)Así que ánimo, Rayuela, a seguir en la batalla cultural y comunicativa.
Saludos.
Gracias María por el escrito tan fántastico que nos has enviado, en el que cuentas el encuentro con Barry Gifford y haces una crítica de su libro estupenda y a mi jucio muy certera (podrían tomar nota muchos de nuestros críticos literarios)te animo a que sigas con nosotros.
Andrés se agradecen los ánimos que nos das, esto de la cultura es muy duro pero seguiremos luchando para seguir haciendo todo tipo de actos culturales como siempre hemos hecho desde nuestros inicios.
Además esto del blog anima mucho es como lo de "Solo no, con amigos sí"
¡¡¡Que guapa estás, Charo!!!
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