viernes, 25 de julio de 2008

A la manera negra




“...Los hombres desesperados viven en ángulos. Todos los hombres enamorados viven en ángulos. Todos los lectores de libros viven en ángulos. Los hombres desesperados viven suspendidos en el espacio como figuras pintadas sobre las paredes, sin respirar, sin hablar, sin escuchar a nadie.”

Estas frases del primer capítulo de Terraza en Roma, un tanto crípticas cuando no categóricas, tientan ya la lectura y ponen tras la pista de la desventura del protagonista desde el primer momento. Si en Todas las mañanas del mundo, el sujeto central era ese personaje adusto y severo, mortificado por su fe jansenista y por su propia viudez, y obseso con la educación de sus hijas, el Señor de Sainte-Colombe, en Terraza en Roma, Pascal Quignard nos trae a otro creador, esta vez del mundo del grabado, al que llama Meaume, marcado por una desgracia de juventud para el resto de su vida.

Meaume, un joven grabador nacido a principios del siglo XVII, se enamora de Nanni Veet Jacobsz, una joven comprometida ya en matrimonio. Ésta le corresponde, frecuentan sus encuentros, hasta que el hombre al que está destinada por designio familiar para casarse se toma la venganza. Un día éste entra por la fuerza en la estancia en que los dos amantes se entregan ardorosamente y echa un líquido corrosivo sobre el rostro de Meaume, el grabador veintiañero. Con el rostro deforme por las quemaduras, se ve además obligado a abandonar Brujas porque es puesto sobreaviso por su amada de que el prometido pretende matarlo.



A partir de esa huída, donde lo peor no es sólo la deformidad sino la pérdida de la amada, comienza el periplo del grabador a través de ciudades y reinos europeos. Huye hacia el sur, atraviesa naciones, cordilleras y acaba recalando en una terraza con sobradillo en el Aventino, en Roma. Pero el recorrido le va a proporcionar también el dominio del oficio, el paso por talleres donde avezar en técnicas y centrar su propio estilo. Un estilo que bien podría quedar definido por grabado a la manera negra, donde los colores no existen, donde los trazos se ejecutan a base de luz y de sombra, que consiguen dar a las figuras, a las escenas y a los paisajes un resalte más ausente y a veces hasta tenebroso. ¿O es Quignard el que decide que ese amor quebrado va a ser el que marque su impronta particular en la intensidad de la visión? “La visión se perfilaba en la sombra, se destacaba del fondo, se arrancaba a la noche que no conocía la luz”.

Y así, el grabador, nos cuenta Quignard, concebía sus representaciones como fuerzas de la naturaleza, y los lugares como animales vivos, en acción, hasta involucrar a los propios humanos. “Es la materia la que imagina el cielo. Luego, el cielo imagina la vida. Luego, la vida imagina la naturaleza. Luego, la naturaleza crece y se muestra bajo distintas formas que, más que concebir, inventa hurgando en el espacio. Nuestros cuerpos son una de esas imágenes que la naturaleza ha intentado hacer de la luz”.

A lo largo de su existencia, el grabador va a estar asaeteado por el recuerdo de su amada perdida, que se le aparece con frecuencia en sueños, a la que reproduce hasta la saciedad en grabados y estampas. Incluso en revelaciones a los íntimos no duda en manifestar de qué manera sus sentimientos forzosamente reprimidos y obligados a claudicar los ha sacrificado en aras de una exaltación que le alivia a través de su obra creativa. Dice Meaume: “El amor consiste en imágenes que acosan el espíritu. A estas visiones irresistibles se suma una conversación inagotable que se dirige a un solo ser, al que dedicamos todo cuanto vivimos. Este puede estar vivo o muerto. Su filiación se halla en los sueños, pues en ellos no cuentan ni la voluntad ni el interés. Ahora bien, los sueños son imágenes. Incluso, para ser más exacto, los sueños son los padres y los amos de las imágenes. Soy un hombre al que las imágenes atacan. Hago imágenes que surgen de la noche. Me había consagrado a un antiguo amor cuya carne no se ha desvanecido en la realidad, pero cuya visión ha dejado de ser posible porque su uso ha sido concedido a una muestra más bella.”





El grabador Meaume, dedicado al blanco y al negro, donde tallar es seguir el curso de las sombras y las sombras se ven abocadas a la fuerza de la luz, se entrega a las fuerzas naturales, pero a veces concede a las representaciones el valor de la apariencia. “...Hay una apariencia propia de este mundo. A menudo hay sueños. A veces hay que retirar la sábana de la cama y descubrir los cuerpos que se aman. A veces hay que mostrar los puentes y los caseríos, las torres y los miradores, los barcos y los carros, las personas en sus habitaciones con sus animales domésticos”.

De esta guisa, Pascal Quignard prosigue su relato de la vida del grabador, sobre pequeños capítulos, quintaesenciados, oníricos unas veces, como maneras a la negra otros. Dibuja la vida errante de un pintor que podría ser la de todos los pintores. Pero en la vida de Meaume no todo es la acechanza del pasado. Conoce a Marie, que no le rechaza por su desfiguración, y que le acompaña, en ocasiones aleatoriamente, hasta el fin de sus días. ¿Son algunos de los capítulos de Terraza en Roma como grabados? Indudablemente. De la misma manera que en obras anteriores Quignard fusionaba música y literatura, aquí trata de hacernos vivir el arte del grabado trasladándolo a una forma literaria concisa, a veces distante, a veces matizada, siempre posiblemente autobiográfica. Cuando pone en boca de otros pintores o artistas algunas opiniones, nunca sabemos si son reales o ficcionadas por Quignard.




Tal es el arte del autor. Llega incluso un momento en que las pasiones humanas, el color, la manera de hacer el arte de la representación, se funden en párrafos agudísimos:

“El abad de Saint-Cyran: La ira es la recusación del color. Meaumus el Romano fue el pintor del rechazo del color. El negro y la ira son una misma palabra, del mismo modo que Dios y la venganza son el único acto eterno. El Eterno dijo: la venganza es mía...Para los Antiguos, la ira de la melancolía era la negrura de la noche. Nunca habrá bastante negro para expresar el violento contraste que desgarra este mundo entre el nacimiento y la muerte. Pero no sirve de nada vendarse los ojos, darle dos vueltas al paño y anudárselo en la nuca. No hay que decir: entre el nacimiento y la muerte. Hay que decir, con voz decidida, como Dios: entre la sexualidad y el infierno”.

En fin, es la melancolía, y no la desesperación, lo que marca la vida de Meaume el Gabador. ¿O acaso también y, sobre todo, la vida del jansenista Pascal Quignard? La ira y la melancolía, o cada una por su lado, son los trazos de la canción del arte a la manera negra.



María González







(Los grabados son de Caillot; en la fotografía, Pascal Quignard)

miércoles, 23 de julio de 2008

La sed de Piqueras


Los poemas de Juan Vicente Piqueras son la descripción de sí mismo. Del hombre que mora dentro del hombre. La doble consistencia. Tal encarnadura tienen que con sólo leerlos ya ves su alma, y esto es una revelación. Pero su alma no es sencilla, a veces ni siquiera acogedora. Y en el desgarro de sus descripciones se halla el hombre complejo, contradictorio, pero sincero. Los poemas de Adverbios de lugar te hacen regresar una y otra vez a su relectura. Entonces descubres que dejan de ser palabras, sintaxis, composiciones, para ser algo más: texturas donde se tocan el sentido profundo del ser. Y como ese sentido lo tiene cada lector, por mor de sus experiencias y de su vida, los poemas obran como manifestación del alma de cada receptor. Y te alcanzan, te atraviesan, toman tu delegación...



Vasos de sed


Si dudas de tu sed, si no te atreves
a preguntarle o a ponerle un nombre,
si sólo sabes que buscas un agua
que la sacie y no hallas sino pozos,
y en ellos ecos que te llaman, bebe.

Si la sed al beber desaparece
es que era sólo sed. Sigue buscando.

Pero si crece en ti cuando la sacias,
si quieres no dejar de tener sed
sino seguir bebiendo día y noche
vasos de sed, no hay duda:
puedes llamarla amor, seguir sufriendo,
y saber que no existe quien te guía.





¿Es la incomprensión de uno mismo lo que desgarra a los humanos? Si en la vida cotidiana de cada ser ello está latente, ¿de qué manera no puede saltar en esa mano tendida que son las relaciones que ansían materializar el amor entre dos seres? Los amantes tienden a una sujeción que les mantenga, que les explique, que les permita avanzar no sé sabe bien siempre hacia dónde, pero que se desea clave para su consistencia interior. A veces quiebra, a veces duda, a veces estalla sin saber por qué. La fuerza del amor es potente pero también se rasga con frecuencia porque no está desprovista de fragilidad. La fuerza del amor es sobre todo una apuesta, donde se despliegan demasiadas estancias de la vida de cada contendiente amoroso que no siempre se sabe ocupar acertadamente. Y surge el choque, la desolación. Y luego el poeta que cada uno lleva dentro en mayor o menor medida, trata de advertirlo con un acto de conciencia singular y catártico...



Dos islas


No hago vida de mí. Cuando estoy solo
no hago vida de mí. Te necesito
a cada instante, siempre, incluso cuando
no sé quién eres tú ni dónde estás
ni qué quieres de mi. Cuando estoy solo
siento que estoy en mala compañía.
No sé hacer vida de mi soledad.
Pero no sé tampoco no estar solo.
No sé de mí sin ti. Te necesito
tanto como te temo. Amo tus manos
tal vez porque no están. Amo el abismo
abierto entre nosotros (¿qué es nosotros?),
que no existimos. Busco otro pronombre
que no sea tú ni yo, nosotros, nadie,
una especie de yu, de to, de tuya
de Mogador para tallar la barca
de madera y mentira
donde huir dónde, juntos, deseándonos.

Somos dos islas una frente a otra
que aman el mar que las separa y une.


La conciencia del amor herido puede llevar al poeta a una especie de autoflagelación, cuyas consecuencias no se miden cuando tienen lugar...




Necesito heridas


Yo necesito heridas para ser
quien soy, flechas y fechas
que se claven en mí, dolor sin causa
para poder quejarme
de mi destino, pena pretendida,
martirio amado, sed de sangre, gozo
de morir a mis manos enemigas
que me desean muerto para amarme
y desde mí me atacan y convierten
mi terror en trinchera y mi tristeza
en estrategia para derrotarme.

Yo necesito heridas para ver
con ellas -ojos rojos- la batalla
En que perezco a manos de mi mismo.






Deseamos que esta breve muestra de Adverbios de lugar satisfagan a algunos amigos de Rayuela y les anime a acercarse a la obra de Juan Vicente Piqueras. Dice Carlos Edmundo de Ory de Piqueras: “Cuando las entrañas del poeta son cristalinas, la sangre de su poesía es pura agua. Hablar con claridad de llanto y de suspiro es ululato, cunea india, saloma desolada. Música dolorismo, pone el dedo en la llaga del espíritu y su poesía es seria, casi santa, melopeya del ser. Y la leemos escuchando su voz errante, beduina, desamparada, cantándonos sus sueños de insomne, llevando a cuestas el saco de carbón de la nostalgia de la vida como fue, como podría haber sido. Escuchamos a un niño arrojando palabras al camino para no perderse, para encontrar la senda del retorno, al acecho de rumbos aéreos, pidiendo puertos, recorriendo tierras remotas, tasmanias el alma.”



Joaquín Ruiz


sábado, 19 de julio de 2008

"Un signo de buen gusto"



FANTE, O EL OBSERVADOR PERPLEJO


La primera edición de las obras de John Fante (ocho novelas) se hizo en España cuando ya había muerto. Corría el año 1988, cinco años después de que este guionista de Hollywood dejara estos lares. El reconocimiento literario, como sugiere irónicamente en su narrativa, tampoco le llegó parejo a su escritura en EE. UU., sino siendo ya abuelo. Ahora Anagrama reedita sus novelas y resucita para los lectores a este ácido, lúcido y perplejo observador de la familia americana de los años cuarenta y cincuenta. Es la cara ‘b’ de esa clase media que se ha ganado su tranquilizadora mediocridad en oficios de cuello blanco, que la preserva en sus barrios residenciales y cuyos cachorros, como manda la madre naturaleza, la dan un buen revolcón. Fante convirtió a Bandini, protagonista de su trilogía más célebre, en su alter ego, en emisor de sus juicios y actor de sus vodeviles domésticos. Sin embargo en esta ocasión nos quedamos con ‘Llenos de vida’, la última obra reeditada.


Publicada en 1952, eran tiempos de proles más abundantes que hoy, cuando los niños –por ejemplo en España- han pasado a ser una especie en extinción. Y un joven Fante, o su protagonista, va a ser padre por primera vez. Es un guionista del séptimo arte, curado de vanidad (“en el cine no hay derechos de autor. Si tienes lo que les interesa en el momento, te lo compran y a buen precio”), cuya primera lectora es su esposa y que ha alcanzado cierta independencia en la vida –ha comprado una casa, median los suficientes kilómetros entre esta y la de sus padres, se ha sobrepuesto a la tradición católico-italiana de sus ancestros, y está a punto de fundar una familia-. Esto último conforma el hilo de ‘Llenos de vida’, el embarazo que hace tambalear los logros. Su compañera cambia sus textos por manuales sobre la crianza de los bebés y pierde a su lectora más fiel. La casa está invadida de termitas lo que le obliga a pedir ayuda a su progenitor, a ir a buscarle a Sacramento y a que el viaje mida la, a ratos insalvable, distancia entre la forma de estar en el mundo de ambos. Y mientras, el principal ‘enemigo’ de su estabilidad, creciendo en la barriga que duerme a su lado y que acaba echándole de su cama. Por si todo esto, que Fante cuenta a través de hilarantes situaciones acompañadas de cierta piedad, fuera poco, a su esposa le entra la necesidad de hacerse católica. El inesperado entendimiento entre suegro y nuera es la puntilla al mundo de Fante.

El embarazo, ese misterioso tiempo de cambios incontrolables, visto desde la perplejidad de él y el protagonismo de ella es el detonador de esta historia, digna de ser regalada a todos los que pasan por ese trance. Hay universales que no cambian y prejuicios que se perpetúan más allá de idiomas y sociedades.







Los ‘clasificadores’ literarios relegan ciertas obras como esta a la condición de ‘menor’. Puede que lo sea si sólo se atiende a la creación de mundos, al ejercicio de la imaginación. Sin embargo ‘Llenos de vida’ tiene la ternura de quien describe la realidad tal cual la vive y siente, a pesar de lo poco correcto que es mostrarse contrariado con las consecuencias de sus deseos si este es perpetuarse en un hijo. No anda sobrada la literatura de testimonios así.


Viernes






lunes, 7 de julio de 2008

Cerca, lejos, aquí, allí...




Sólo soy feliz yéndome
no entre cuatro paredes con sus sendas espadas,
sino entre aquí y allí, una casa y otra,
ajenas ambas preferiblemente…

Así comienza Juan Vicente Piqueras este viaje, con Ida. Primer capítulo de los tres que componen Adverbios de lugar. Un libro que no en vano lleva ese nombre ya que con un ritmo vibrante desgrana cada uno de esas partes de la oración que modifican, precisan, matizan, marcan y sellan, este verbo de ser y estar en el que navegamos inevitablemente. Adverbios de lugar es un viaje hacia el interior de sí mismo, un recorrido atrevido, en el que el autor consigue no sólo acercarnos al templo íntimo de ese niño hecho hombre que nace en una aldea valenciana y ejerce el difícil oficio de vivir huyendo, sino también de reconducirnos y hacernos juez y parte de la salvaje experiencia de búsqueda a la que llama Sed y escuchamos a lo largo de todo el trayecto en primera persona.

Lo mismo que las calles conducen a otras calles,
los pasos a otros pasos y la sed a nosotros,
la incierta claridad de la mañana
ilumina el cansancio
de buscar sin descanso a quien nos busque


El autor se enfrenta a su reflejo; se reconoce continuamente en la propia inseguridad, en el abismo de saberse equivocado, imperfecto pero vivo; en el desafío de nombrar una verdad sin máscaras; en la acritud de vivir en las antípodas de lo soñado.

Nadie es perfecto, claro y nadie sabe
que por eso está vivo, que le debe
la vida a sus defectos, que vivir
es tarea de astutos de cobardes

Todo el libro es un extendido tránsito a través de la infancia y de los años que desembocan en la tercera y última parte del poemario. Tal vez, y sólo tal vez, la parte más valiente de su viaje: La Vuelta .

Nadie nos dijo nunca, y lo sabemos,
que no hay viaje que no sea un retorno
a la Ítaca de la infancia,
a la isla que somos y no existe


Piqueras utiliza con una sensibilidad desgarradora los márgenes de las palabras, los verbos, los adverbios de lugar que se mecen incesablemente como un oleaje a fuego lento: Cerca, lejos, aquí, allí… tomándonos así, haciéndonos libres y presos a un tiempo, de ese sentimiento de no encontrar el lugar al que pertenecemos, sino una tierra de paso. De explorar el origen de la sed; la necesidad de partir, de habitar el puerto en nosotros con un mapa, unas coordenadas y establecer un puente entre interior y exterior. Un lugar sin límites donde siempre seamos pasajeros.

Aquí hace sed de irse, sed de allí
pero allí es el lugar donde jamás podré estar,
donde yo soy imposible. Vaya donde vaya,
allá donde yo llegué será aquí


La voz errante de Juan Vicente Piqueras en este libro es para mí como una segunda piel de la que no puedo desprenderme.



Breve Biografía
Juan Vicente Piqueras poeta y profesor de la lengua castellana en el extranjero. Hoy Jefe de estudios del instituto Cervantes de Atenas en donde reside desde hace pocos meses. Autor de varios libros entre otros "La edad del agua" (2004), "Adverbios de lugar" (2004) y "Aldea" (2006). También ha traducido a Tonino Guerra

http://juanvicentepiqueras.com/



Victoria Díaz