lunes, 17 de noviembre de 2008

Tres días fatales, según Carlos Javier García



El miércoles 19 de noviembre a las 20,00
se presentará en la Librería Rayuela el libro

“Tres días que conmovieron España”

de Carlos Javier García,
catedrático de Literatura Española en la Universidad Estatal de Arizona, EEUU.

El libro está editado por InActuales LANGRE.

Carlos Javier García será presentado por José Ramón González,
profesor de Literatura en la Universidad de Valladolid.



Como dice en su introducción: “Planteado como un estudio de los medios de comunicación y el 11M, este libro se centra en las formas de representación de los hechos. No pretende establecer la especifidad de lo realmente ocurrido más allá de las palabras; no indaga las causas ni sus posibles repercusiones en las elecciones. Está dedicado a examinar cómo se configura el atentado en términos periodísticos, cómo se establecen sus causas y sus efectos políticos en un contexto tan politizado como el de las elecciones del 14 de marzo. En otras palabras, pretende identificar las diferencias en las representaciones y ver cómo éstas surgen a partir de diversas contextualizaciones de los datos y de su valoración en clave política. Ello permitirá ver que de los datos disponibles en un momento determinado y de los relatos consiguientes se sacan a veces conclusiones dispares, las cuales adquieren a menudo el valor de una toma de posición política”.


En este sentido, el libro toma como referencia las informaciones publicadas por los diarios El País, ABC y El Mundo, y también considera el trabajo de la Cadena SER. Libro de análisis mediático, nos llama la atención una de las citas de presentación del libro.

“Los hechos son los hechos...los hechos suceden, tienen lugar y ya está; y a nosotros sólo nos cabe representárnoslos para defendernos de su arrogancia y de su despotismo con nosotros, reproducirlos de nuevo a nuestro modo en el único lugar en que podemos hacerlo: en las palabras, en los periódicos y las conversaciones y sobre todo en la continua vorágine de palabras de nuestra conciencia, y allí, más tarde y cuando ya nada de lo sucedido tiene remedio, les damos un orden, una forma, establecemos unas causas y de ellas derivamos unos efectos, urdimos una explicación plausible para creer que sabemos a qué atenernos o quedarnos un poco en paz con las cosas e incluso pensar que las dominamos.”

(J.A. González Sainz, Volver al mundo)


viernes, 14 de noviembre de 2008

Diarios indios, de Chantal Maillard



Diarios indios (Pre-Textos, 2005), de Chantal Maillard, es la segunda entrega de lo que se ha configurado como una especie de trilogía involuntaria: ubicado entre Filosofía en los días críticos (2001) y Husos. Notas al margen (2007), tiene sin embargo la singularidad de aparecer como una especie de isla en la obra de la poeta y ensayista. A diferencia de los otros dos, Diarios indios no ha sido el germen de ningún poemario; Filosofía en los días críticos es la fuente indirecta de Lógica borrosa y Husos el crisol del que emerge, transfigurado, el poemario Hilos. Por lo tanto, Diarios indios no tiene un espejo poético en que mirarse y queda como discurso autocontenido, sin puntos de fuga, y sin embargo se inserta en un proceso de depuración estilística radical, que desde la “prolijidad” de Filosofía en los días críticos desemboca en la aspereza y la ruptura del lenguaje en Husos y su posterior declinación poética.


A su vez, Diarios indios está compuesto por tres cuadernos que dan cuenta de otros tantos viajes a la india: “Jaisalmer” (1992), “Bangalore” (1996) y “Benarés” (1999) fraguan, así, tres estancias en otras tantas ciudades del subcontinente indio.Podríamos definir esta obra singular, extraña e inclasificable, como un “diario de viajes filosófico” que entroncaría vagamente con la genealogía del Michaux de Un bárbaro en Asia o el Bruce Chatwin de Los trazos de la canción. Sin embargo, Maillard se aleja de la distanciada ironía del primero y del análisis de los mitos del segundo. Y avisa en el prólogo: “Los cuadernos que componen este libro no son crónicas de viaje. Tampoco son el resultado de un experimento antropológico, ni mucho menos se proponen fomentar una espiritualidad exótica. Dan cuenta tan sólo de un punto de vista, o más bien de un punto de estar, un punto en el que estarse para, desde la mayor extrañeza, atemperar el juicio que precede, siempre, a la experiencia, y procurarle a la mirada, dentro de lo posible, un medio de neutralidad”.




Nos encontramos ante un proceso de introspección consagrado a revelar los mecanismos mentales, sus trampas, su ambigüedad esencial. Este proceso tropieza, en primer lugar, con la conciencia del deseo, deseo que ha de entenderse no sólo como apego a las formas mudables del mundo fenoménico, sino como adhesión incondicional al “yo” que, ilusoriamente, nos conforma. A continuación, encuentra la siguiente objeción: ¿cómo observar al yo que observa? ¿No sería necesario otro yo que observara al primero, y luego un tercer yo para observar al segundo, y así ad nauseam? La autora sortea parcialmente esa hipotética refutación de su método en los siguientes términos: “Identificarse con los propios estados mentales es la condición natural del ser humano; observarlos no es propio de esa condición, es el resultado de un entrenamiento, algo así como un ejercicio de esquizofrenia controlada. La escritura de mis “diarios” no es sino el testimonio de una voluntad comprometida en ese empeño; son una obra en marcha que terminará al tiempo que mi capacidad de observarme y dar cuenta de ello”.


No hay, por lo tanto, una instancia o conciencia superior que englobe estratos inferiores, sino una íntima escisión, una frontera antinatural y premeditada.Ese proceso no impugna la presencia acuciante, a veces visceral, del mundo exterior, que en “Jaisalmer” se ofrece como extrañamiento, en “Bangalore” provoca una reacción de rabia y en “Benarés” se refleja con una suerte de ecuanimidad. Por ello, el estilo cambia de un cuaderno a otro: expectante en el primero, deja paso a letanía en el segundo y se sumerge en la contemplación distante en el tercero.



n “Jaisalmer”, primer viaje, la autora renuncia al eros y toma partido por el thanatos, no necesariamente negativo como lo ha lastrado el pensamiento occidental. El thanatos facilita el extrañamiento, la mirada volcada en el umbral de la conciencia, a punto de quebrarse, de extralimitarse… pero queda, pese a todo, dentro de sí misma:

“El tiempo de las cosas se mide por su sombra, y sólo el que no tiene sombra es eterno. El desierto, por eso, es eterno. Con el sol en el cenit un hombre pierde su sombra. Puede decirse que entonces se le otorga la posibilidad de estar en su propio centro, de no distinguirse de sí mismo. Por un instante, es un iluminado. Pero a luz le gusta jugar en la llanura. Basta que aquel hombre levante un brazo: hallará su sombra debajo. Cualquier movimiento lo habrá de delatar. Basta con que quiera verse a sí mismo y comprobar la ausencia de su sombra: aparecerá la huella de su rostro a sus pies. Nadie puede estar iluminado y verse a sí mismo. El ser y el conocer no pueden ser simultáneos si existe una llanura o una línea de horizonte. Ser y conocer simultáneamente sólo es posible en el vacío porque en el vacío no hay nadie”.


“Bangalore” asume el aprendizaje de la compasión como una tarea primordial en el camino. Para llegar a uno mismo, es menester llegar primero a los demás, dar el rodeo por el otro para descubrirnos mejor. Como señala la autora, no se trata de la compasión cristiana; es un sentimiento que tiene que ver con cierta fiereza primordial, desprovista de cualquier idea ética o imperativo categórico. El mundo sigue ahí:


“Violaron a una niña inglesa, anoche, en Bangalore. A él, le mataron. Dicen que fue casualidad, que no estaban juntos, que sus almas se habían separado mucho antes. Pero no lo creo. Yo los vi, a ambos, cruzando la tarde, ayer, ella sosteniendo una pereza azul en su vientre; él, unos anteojos dorados. Tan sólo los separaba la tela de algodón transparente que cubría sin ocultarla la estela de su cuerpo.No fue causalidad, fue aquella blancura del tejido. Hay veces que la vida no soporta tanta blancura”.



"Benarés”, cronológicamente el último cuaderno, está dividido en dos partes. “48 ghats” traza un itinerario por las escalinatas que bajan al Ganges. En cada una de ellas, la observadora se detiene y nos hace partícipes de sus impresiones. Asombra el modo en que se deslastra de los prejuicios de la sentimentalidad occidental: todo es observado con la imparcialidad de quien contempla un mundo cuyas fuerzas precipitadas, que en Occidente rápidamente asimilamos al bien o al mal, no provocan la respuesta moral automática y preconcebida con la que nos defendemos de lo ajeno en virtud de una inmunología preventiva meticulosamente inoculada. Los niños vuelan las cometas, los ascetas amasan boñigas, la perra negra se alimenta de fetos en el Ganges… el observador no siente horror ante ello, no juzga: todos los estímulos han quedado igualados por una mirada ecuánime, que contempla sin perplejidad las mudanzas del mundo:


“La perra negra es especialista en fetos. Tiene tiña como casi todos los perros de Benarés, pero sabe como ninguno rastrear los fetos hinchados que las aguas devuelven a la orilla. Aquí está. Empieza por el cerebro. Una joven japonesa se acerca a la escena, se pone la cámara en la cara. Duda. No se atreve a disparar. Los intestinos ya se escapan por el cuello derramándose entre las guirnaldas amarillas y las bolsas de plástico que se estancan en el ghat y un olor nauseabundo corre como una brisa rozando el papel en el que escribo. El suelo de piedra ya cobra el tono rosa de la sangre aguada. La perra se relame. Da unos pasos a lo largo del ghat y vuelve al festín que ya es un tronco abierto por la espalda. Tres niños juegan a sumergir guirnaldas a su lado. La perra cumple con el cielo, restituye la carne a otra carne, lo impuro a lo impuro, devuelve a la totalidad la parte que le corresponde. Ya no puede reconocerse a qué ha pertenecido el trozo de carne que bambolea entre la pata derecha del animal y su hocico. El sol se está poniendo despacio en los escalones. Los niños juegan”.


Las respuestas automáticas de rechazo y repugnancia quedan desactivadas y la mirada emerge liberada. Ha sido desnudada hasta el tuétano y, acantilada, está dispuesta a invertir su dirección. “Diario de Benarés”, segunda parte de “Benarés” y conclusión del libro, “describe el itinerario de una conciencia observadora que acaba siendo objeto de su propia observación”. Para ello, se despoja de todo sentimiento y todo deseo, se aquieta, se remansa, se vuelca en el ahora. La descripción del proceso se acompaña de una reflexión profunda sobre la naturaleza del deseo, sobre cómo éste engendra la multiplicidad, la diferencia, la escisión y, a la postre, se erige en motor genesiaco de toda divinidad. Lo cual lleva a la autora a gritar: “¡Muéstrame tu dios y te diré cuál es el color de tu miedo!”. Sigue un ataque frontal a las religiones y a las servidumbres que las propician, pues los seres humanos “tienen poca fuerza para la orfandad”. Y caen las máscaras: “Jehová: uno de los dioses que ocupan la parte superior izquierda del mandala tántrico. El error: confundir a uno de los devas (dioses) con el Absoluto. El dios de los judíos: un deva vengativo en guerra contra los asuras (demonios). Un dios que necesita la ayuda de los hombres: ellos son su alimento. Al rezarle le dan su fuerza, le entregan su energía. Los dioses se alimentan de las preces de sus “fieles”” […] El error del hebraísmo: hacer de uno (de los dioses) el Uno. El error de Cristo: asumir el hebraísmo. El error de muchos cristianos: confundir a Jehová con el Dios del Cristo o, incluso, con la síntesis última del racionalismo”.


El proceso de escisión es tal que incluso genera paradojas o poéticas de la percepción:

“Me apuntaron a mí, pero ahí donde llegó el dardo no había nadie.
¿O sí lo había?
Yo acechaba, detrás del árbol.
Vi algo caer.”


De regreso del viaje, parece que el umbral que define ambas conciencias –la conciencia y la conciencia observadora– vuelve a espesarse y a investirse de la ceguera que rige nuestra vida. A tientas se vuelve de otro mundo, de un mundo radicalmente ajeno que sirvió de excusa para una íntima ordalía, y acaso para una derrota, no menos secreta.




Uno de los últimos párrafos revela que persiste el deseo de protección, que quizá la mirada que pretendió desencarnarse ha fracasado y naufraga en la orfandad, en la niñez que denunciaba:

"Por haber sufrido, tal vez, o inmerecidamente me concedieron un ángel (es una manera de decir; todo es una manera de decir).



Cuando un ángel cae, al principio sufre porque no sabe nada salvo la tarea encomendada. Después, poco a poco va recuperando la visión y el poder. Cuando lo recupera del todo, entonces se va. Dicen que ha muerto, pero no: es que le han vuelto a crecer las alas.



No estoy lista aún para que recuperes del todo la visión. ¿No ves cuánta confusión anida todavía en mi pecho, que me hace confundir, como por necesidad, el objeto al que la llama se dirige con el propio fuego?”.


Y ya el libro deja a esa escritura, muy limpia y despojada de ornamentos, al borde del abismo del lenguaje: en Husos ya no habrá que limpiar el verbo, sino dinamitarlo, romper las cadenas lógicas de sentido y los ensamblajes predecibles que traducen el mundo.


¿Qué ocurre con el poema si cae desde un sexto piso? Pero esto es otra historia.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Fernando Menéndez en Rayuela


Mañana jueves 13 de Noviembre, a las 20,00 horas, se presentará en la Librería Rayuela el libro

Hilos sueltos


del poeta Fernando Menéndez


Intervendrán:

Fernando Menéndez
Angélica Tanarro



La edición corre a cargo de la Editorial vallisoletana DIFÁCIL



"He oído hablar de sus ediciones artesanales. De su caligrafía primorosa. De esa vocación amanuense que le lleva a escribir, ilustrar y copiar poemarios que son como pequeñas piezas de orfebre. En tiempos de computadoras, impresiones láser, copisterías y muy asequibles encuadernaciones, Fernando Menéndez posee un inusual temple de monacato, una capacidad de retiro y laboriosidad paciente. Bien quisiera tener uno alguno de esos libros de tan reducida tirada, manuscritos uno a uno, concebidos, ilustrados y hasta cosidos por él mismo. Esos libros que no persiguen el reconocimiento de los suplementos literarios ni tan siquiera un hueco en los mostradores o escaparates de las librerías, sino que constituyen el extraño placer de quien comparte con los más íntimos el fruto en sazón de sus soledades.Esa es quizás la más atrayente cara de la obra de Fernando Menéndez. Por original y por obligadamente limitada. Pero para quienes no tenemos la fortuna de poseer ninguna de esas piezas únicas, existe al menos la posibilidad de acercarse a su obra poética y aforística a través de las publicaciones al uso. En escasas pero cuidadas tiradas se ha ido cuajando la evolución literaria de este profesor de filosofía a quien tanto afecto parecen profesar sus bachilleres en esa edad difícil en que se hace raro oírles halago alguno hacia los enseñantes.


El último libro publicado por Fernando Menéndez es Hilos sueltos, Editorial Difácil, Valladolid, 2008. Una compilación de aforismos propios salpicada por algunos otros de autores clásicos. Uno de esos libros que se pueden leer en una tarde, sí, pero que conviene dejar al alcance de la mano ya para siempre. A sus páginas se llega sabiendo que el autor ha ido volviendo su escritura cada vez más enjuta, más fibrosa, decantándose en sus últimos libros por lo más breve, el aforismo y el haiku. Con ese mimbre estrófico, contenido y paradójicamente ligero, trenza sus obras 39 Haikús (En las montañas / pinceles de la nieve / pintando nubes. // Vuelan vencejos / siluetas de guadañas / talan los bosques. // Releo un libro / la mente está vacía / y todo cambia) y Aguamarina (Regresa mayo / los dientes de león / nievan las calles. // Sobre mis manos / unas ramas de almendro / dejan sus flores.)


Con la pauta aforística compone Dunas y, ahora, Hilos sueltos. Viene ésta precedida por un brillante prólogo de José Ramón González, en el que se repasa la historia del género, su etimología grecolatina y sus características primordiales, que no han sido siempre la mismas, y que han variado desde la formulación cerrada y sentenciosa que tuvo en otro tiempo a la ligereza de verso y la vocación connotativa que se le ha dado en la práctica más reciente. Por ahí anda el aforismo de Fernando Menéndez, tan ceñido a la brevedad formal y tan poético que a veces se vuelve haiku casi inconscientemente (Una briznas de hierba / entre las hojas / de un libro usado.), tan pegado al silencio del que viene y al que aspira que apenas si se eleva sobre él (Leer un aforismo para gozar de su silencio. / Escribir callándose. / La palabra es una fuga del silencio.), tan sobrio (El adorno es el suicidio del arte.) y tan calmo en su dedicación a la utilidad de lo inútil (La utilidad de lo inútil: la quietud.).Se habló al comienzo de los libros artesanales de Fernando Menéndez, de esa soledad no venial que uno intuye dedicada al placer de la tinta, la acuarela, el tacto de los nobles papeles o las bellas palabras. A esa soledad y ese silencio al que aspira la voz de cuanto en estos Hilos sueltos se dice tan quedamente, se dedica el último y uno de los más bellos aforismos del libro:


Siento la soledad en mi trabajo como un insecto hoja en una rama."



(Este artículo está tomado sin autorización previa, pero con la mejor intención, debido a su jugosidad, del blog LOS DIARIOS DE RAYUELA y nos sentimos enormemente agradecidos al autor del blog por este texto)