lunes, 28 de abril de 2008

Diego no está ya



Abandonados para siempre por Diego, ¿qué decir ante lo precario del instante que llamamos vida? ¿Qué recurso, qué memoria, qué sueño justifica nuestra nada? Este arco de tiempo ¿en qué se mide? ¿En días contabilizados, en planes establecidos, en reconocimientos traicionados? Su presencia fue y le justificó. ¿Qué queda en las manos de los vivos? ¿Sollozos, bloqueos, tímidos pasos, recuerdos que se diluirán en unas fechas? Qué más da. Para qué dramatizar la conciencia del silencio. Para qué alarmarse, si uno cuenta tanto en cuanto transita. ¿Lo demás? ¿Felicidad, deseo, aspiración...? Apenas palabras malgastadas, perdidas en la necedad de lo absoluto. Hoy vale aquí lo que es mientras se está. Un punto de bondad, ya es suficiente.

Brindo a Diego Montoya, y con ello conjuro su olvido, unos versos de Luis Cernuda, que él había degustado tanto...

Sonríe, dime, canta,
Si eres tú ese arrebato
Que lleva hojas ardientes,
Dejos de tu guirnalda,
Con pasión insaciable
A realizarse en muerte.

¿Mueres tú también, mueres
Como lo hermoso humano,
Hijo sutil del bosque?
Te aquietas por el musgo,
Callas entre la niebla,
Alguna nube esculpe,
Iris de leve nácar,
Tu hastío de los días.

Aún creo ver tus ojos.
Su malicia serena,
Tras las desnudas cimas,
Por el aire, profundo
Y ya frío con la noche
Que imperiosa se alza.


miércoles, 23 de abril de 2008

Y Barry Gifford pasó por aquí...



Infrecuente. Que un escritor norteamericano, para más señas guionista de Hollywood, haya pasado por Valladolid, y además haya charlado con algunos devotos en la librería Rayuela no es ordinario. ¿La excusa? La presentación de Una puerta al río (título de la edición española, publicada por el sello editorial La otra orilla, de Memories from a Sinking Ship), el último libro de Barry Gifford. ¿Un libro autobiográfico? Bueno, hay quien dice que todas las novelas lo son. Pero si se entiende de manera lineal, no le busquen tres pies al gato. Los recuerdos de la infancia sirven para ser narrados sin más, y el autor corre el riesgo de ser un pelma, o para ser recreados, y entonces el autor se supera y dota de una imaginación transmemorial a su libro.

Una puerta al río es un libro que se puede leer como retazos. No interesa el orden, si no se quiere, porque cada capítulo es una pequeña historia, o si se prefiere, un retazo de historia, que tiene significado y desvelamiento en sí mismo. Es verdad que hay un protagonista, un niño llamado Roy (¿tendrá que ver algo con aquel legendario Roy Rogers de los comics de los años cincuenta del pasado siglo?) que resulta ser un alter ego del Barry niño. Pero Roy sólo es el hilo conductor de esa especie de historia de historias, donde hay un desgranamiento cargado de humor lateral, aparentemente tibio pero reconfortante, de toda una serie de manifestaciones de vida familiar y de la mentalidad media de los norteamericanos de mediados del siglo veinte. Todos los individuos preservamos de la niñez un montón de acontecimientos, sucesos o simples transcursos que sólo la perspectiva del tiempo nos permite situarlos con significado. Barry Gifford ha plasmado su particular memoria a través del relato de ese alter ego en medio de una sociedad siempre en ebullición, en perpetuo cambio, donde parece no importar tanto la fragilidad como la capacidad de recuperación de los individuos y los grupos sociales. Gifford rescata esos temas cotidianos, aparentemente insignificantes y anodinos, para proyectar cierta dosis de interpretación o al menos sacar a relucir la parte de manifestación reveladora que hay tras ellos.

Estas historias-experiencias transcurren entre 1950 y 1963, los verdaderos años de experimentación, los que cubren infancia y primera juventud en el autor. Y así, se nos muestra la presencia particular de un padre ganster, que se ausenta de la familia o de su hijo de manera incluso improvisada, pero que es capaz de llevar a éste por espacios y ambientes que sería impensable en otros casos. Y el recurso al diálogo recurrente con la madre es un ejercicio de conclusiones personales en que el niño aparece bien soñador, bien crecido, bien consecuentemente lógico. Las historias con diálogo entre madre e hijo tienen un estilo conductual , con un corolario a veces cínico, a veces meramente irónico, a veces cautamente sarcástico. Barry Gifford utiliza el país variopinto, en permanente estado de estar haciéndose, cuando no de shock velado, que en ocasiones puede resultar esperpéntico y en otras hartamente estereotipado para traer a primer plano las cuestiones del fondo. “Crecí en hoteles, que es la mejor universidad para un escritor, donde continuamente pasaba gente, escuchaba lenguas diferentes y ahí escuchaba sus lamentos, sus angustias, sus historias”, nos contó Gifford. “El mundo que habitaba mi padre era un mundo de hombres, con sus códigos simbólicos, sus lenguajes en clave, y una serie de relaciones que escapaban a mi comprensión. Yo aprendí en ese acompañamiento a mi padre a inventarme mis propias ficciones, a contárselas a otros huéspedes. La infancia es la fuente de aprendizaje.”

Es todo un deleite abandonarse a ese mosaico de experimentaciones y deducciones de la infancia, que son las que salvan, cuando se relatan, los años de madurez. Como lo fue la presencia física de Barry Gifford en Rayuela. A partir de conocerle personalmente, resulta que ver por ejemplo Corazón Salvaje, el film de David Lynch, ya no será la visualización de una mera pero bestial película de carretera de ese autor, sino que tendrá para nosotros detrás la presencia de un guionista al que hemos comprendido un poco escuchando sus recuerdos y, sobre todo, leyendo Una puerta al río.

María González


UNAS HORAS CON BARRY GIFFORD



Uno nunca sabe lo que le espera cuando va a conocer a un escritor. Se intuye mucho de una persona a través de lo que escribe, pero siempre queda una gran incógnita, y a veces no sabes si animarte a conocer en persona a un autor que te ha gustado mucho, no vaya a ser que la realidad no esté a la altura de tus expectativas. Pero soy curioso por naturaleza, y cuando la asociación Laika y la Librería Rayuela me invitaron al coloquio con Barry Gifford, no lo dudé: allí que fui, dispuesto a conocer al creador de las historias de Sailor y Lula.

Y desde luego no me arrepentí. Barry Gifford es un escritor extremadamente cordial, muy simpático, muy atento a las preguntas de los lectores y decidido a contarnos su experiencia vital y literaria. Y así nos enteramos de que escribe siempre a máquina (no usa el ordenador y no tiene teléfono móvil), de que ha vivido gran parte de su vida deambulando por el mundo, aunque conserva un "puerto base" en California. De que admira mucho a Álvaro Mutis, y que conoce bien a los clásicos españoles, tanto el Quijote como la novela picaresca. De que ha colaborado con creadores de varias artes, y ha degustado tanto el barullo del trabajo con mucha gente como el silencio que acompaña las solitarias jornadas del escritor.

Barry Gifford habla con entusiasmo de sus amigos, de sus amores, de sus preferencias literarias y vitales, de sus viajes. Tiene mucho sentido del humor y es muy cercano. Bromea a menudo con el público y disfruta con las preguntas.

Sonríe con facilidad, y tiene el aspecto de ser un buen camarada para un viaje. Me imagino charlando con él en un restaurante de Tijuana, o comentando la coquetería de las romanas en una heladería del Trastevere, o hablando sobre películas antiguas mientras el coche devora una interminable cinta de asfalto en medio del desierto al son de las radios locales.

Espero que volvamos a vernos.

Diego Valverde Villena
(Director de la Feria del Libro de Valladolid, presentó al autor en Rayuela)



lunes, 21 de abril de 2008

Por buen camino (sobre el encuentro de escritores de Urueña)



Inútil abundar sobre las noticias aparecidas en todos los periódicos locales sobre el encuentro de escritores que ha habido en Urueña el pasado fin de semana: ahí están los nombres, el programa y las fotos, incluso las de personas que brillaron por su ausencia, que es una forma subsidiaria de brillar. Lo que me parece importantísimo es el hecho de que, por primera vez desde la inauguración de la Villa del Libro (marzo de 2007) ha sucedido en ella algo que está a la altura de aquel primer proyecto que ideó Jorge Manrique, de los gastos públicos que ha generado y de las ilusiones que en él han puesto los libreros y el Ayuntamiento de Urueña.

La organización corrió a cargo de una empresa que se dedica a montar este tipo de eventos y eso ha sido un gran acierto y una de las razones por las que todo ha tenido un aire más profesional que casero, cosa muy de agradecer cuando se quiere dar una amplia proyección a cualquier cosa. La elección de los autores que han acudido es tan opinable como lo sería cualquier otra. Teniendo en cuenta que cada vez hay más escritores, siempre existirá quien eche de menos a sus favoritos o quiera ver más o menos intereses en la elección de los invitados. Yo creo que, en este caso, ha habido un buen equilibrio entre generaciones, nacionalidades, editoriales y proyección mediática. Es decir, hemos salido del localismo, de la querencia por el 98 y del sota caballo y rey que hasta el momento caracterizaba al e-LEA, algo que me llena de esperanza. La Villa del Libro nació huérfana de padre por azares e intrigas, y por tanto bastante desorientada respecto a sus principales objetivos. La insistencia de algunos libreros en ascender más allá de las cumbres borrascosas de la subvención y algunas críticas aquí y allá han sido una probable causa de que se conmoviese la diamantina indolencia institucional y su tenaz inercia, y el resultado ha sido suficientemente digno como para que este pueda suponer el primer paso de un buen camino a seguir.



Para que este se consolide es indispensable la asistencia del público y aquí es donde yo encuentro la mayor dificultad. En este caso en particular se ha conseguido una asistencia suficiente por el método del compromiso y de la búsqueda. Tres clubs de lectura de Valencia y de Andalucía, personas del entorno de la Diputación o de la Junta, alumnos de algunos de los autores y un pequeño tanto por ciento de vecinos y visitantes de la zona han compuesto una masa bastante para que los escritores se hayan sentido a gusto y los promotores hayan suspirado con alivio. Sin embargo, seguía habiendo un desequilibrio entre el número de asistentes y la categoría del evento, cosa que se ponía de manifiesto, por ejemplo, cuando se solapaban dos encuentros: si el primero se prolongaba, como solía suceder, porque la gente estaba a gusto debatiendo o preguntando, entonces el segundo estaba vacío y el autor tenía que esperar a que concluyese el acto anterior para que los asistentes se trasladasen a su encuentro; así, el respetable era conducido de un lugar a otro porque no había suficientes asistentes para dividirse en función de sus preferencias o de lo que quiera que sea. Por otra parte, la inclusión de unos talleres de escritura creativa en el mismo horario de los encuentros hizo que se apuntase tan poca gente que uno de ellos tuvo que ser suspendido.

A mí eso no me parece grave en principio. Creo que todo lo que no surge de manera natural tiene un periodo de implantación necesariamente deficitario. Y está muy claro que en estos pagos la cultura no surge de manera natural porque no hay elementos previos que la hagan surgir (me refiero concretamente a la democracia y al civismo, ya que el bienestar económico, que es el tercer elemento, sí existe, como podemos comprobar por el incremento del parque automovilístico, por ejemplo). El que en un momento dado se haya hecho un uso político de la cultura ha traído consigo algunos esperpentos pero también un acierto como este del que hablamos. Ante la tesitura de dilucidar si ha sonado la flauta por casualidad o si estamos ante una nueva manera de hacer las cosas, yo me inclino a augurar la segunda posibilidad, aunque solo sea por las ganas que tengo. Y para que la balanza se incline de este lado, sugiero que se empiecen a cultivar futuros asistentes con las miras puestas en el encuentro del año que viene.

De este, me quedo con la lucidez y la melancolía de Javier Tomeo, con la forma que tuvo Luis Mateo Díez de leernos un cuento, con la sonrisa de Andrés Neuman; con la ilusión con la que Cari asistió a todos los actos con lápiz y papel, con la enternecedora compostura de Cristina, su hija de ocho años, con el discurso de mi alcalde, del que espero que haya tomado nota la Consejera de Cultura, con el apoyo personal de Ramiro Ruiz Medrano, que asistió "fuera de su horario laboral"; con el asombro de los visitantes ante la belleza de una Urueña especialmente ventosa ese fin de semana, con las tertulias improvisadas en Los Lagares, con el mensaje común de todos los creadores: "el cuento se escribe a sí mismo pero hay que asistir a su evolución durante largas horas de trabajo"; con la comunicación amorosa que se produce siempre entre Martín Garzo y sus lectores, con mis vecinas mayores sentadas en primera fila para ver a Carmen Posadas, con la voz y la elegancia de Tomás Hoyas presentándola, con Dámaso hecho un pincel, con esa sensación de que lo mismo por fin empezamos a estar donde tendríamos que haber estado hace tanto tiempo y donde ya desesperábamos de estar que resume tan bien la frase de un "vecino consorte": "Ni en tres reencarnaciones me hubiera imaginado esto". Lo mismo que podría haber dicho, en el caso de que entonces lo hubiera, un testigo del principio del fin de los dinosaurios.


Luisa Cuerda





viernes, 11 de abril de 2008

Las Sirtes de Gracq





Todos morimos, pero ellos un poco menos. Me refiero a los que dejan tras de sí algo que merece la pena que permanezca en nuestra memoria. Ellos pasan a ser algo nuestro; así que, me gusta pensar, cuando morimos los comunes mortales nos llevamos más de lo que nos ha sido propio en una sola vida: nos llevamos historias, imágenes, experiencias que otros han sabido contarnos, otras vidas, sensaciones y personajes que enriquecen la nuestra. La lectura es vivir muchas vidas.

Hace tan sólo unos meses se fue Julián Gracq y en mi memoria quedará para siempre sus descripciones poéticas de ‘El mar de las Sirtes’ esa Señoría de Orsenna entre la niebla y la oscuridad de sus canales, que fluye lentamente en medio de una guerra latente, con un lenguaje sinuoso y alegórico, que va atrapándonos como la niebla: “Me parecía que acabábamos de abrir una de esas puertas que se traspasan en sueños. Me sentía dominado por la sofocación de una alegría perdida desde la infancia; ante nosotros estallaba de gloria el horizonte, como arrebatado por el curso de un río sin orillas me parecía ahora estar repuesto del todo, una libertad y una simplicidad milagrosas lavaban el mundo; por primera vez veía alborear el día”.

Los habitantes de Orsenna y los de el Farghestán llevan trescientos años en guerra, ya han olvidado porqué se odian, pero se empeñan en ello. No hay salida, es la historia del mundo obsesionado por conquistar otros países y absorberlos. Parece ser que el mundo se ‘conserva’ por las guerras, por el poder. Aunque también hay en el Farghestán (mirado desde Orsenna, claro) algo de ‘lo soñado’, lo deseado, lo que se magnifica por desconocimiento. Y nosotros permanecemos expectantes tras la calma de las aguas y la inquietud de lo inexplorado.

Gracq se mueve por unos paisajes con tempos metafóricos que son un auténtico lujo para el lector que ama las palabras y se detiene entre ellas. No hay que tener prisa en su lectura pues uno de los temas es ése, la espera. Igual que deseamos saber que ocurre más allá de la niebla que no nos deja ver, también se percibe el deseo a lo largo de la obra. El deseo amoroso que tras el misterio surge paralelamente a la historia contada. Ella, porque siempre hay un ‘ella’, se llama Vanesa. Aldo, el joven protagonista, llevará a Vanesa a Citeres y Gracq nos lo cuenta adjetivando y calificando in crescendo para más tarde acabar la escena diciendo: “deslicé mi brazo debajo del suyo y la obligué rudamente a inclinar su cabeza en mi hombro; en un segundo pareció disgregarse y entorpecerse ,se convirtió toda ella en un peso ardiente y blando, totalmente entregada y desplomada sobre mi boca”

El viaje nunca es solo eso y en las Sirtes existe también un viaje hacia el mito, hacia la búsqueda. Tras ella, llega la serenidad como las aguas de Orsenna, y al final seguimos esperando, y vigilando, los lectores esperamos y deseamos la seducción continua, esperamos mientras nos perdemos en esa embriaguez que te rodea mientras lees, parece un sueño. De hecho en la obra algunos ven un halo surrealista en cuanto al fondo y también a la forma, no en vano Gracq bebió de las fuentes surrealistas. Pero creo que es lo de menos.




Las insinuaciones y la seducción a la que Gracq somete al lector están continuamente bordeando los sueños más que ninguna otra cosa. Los decorados que maneja así nos lo hacen sentir. Todo se nos antoja decadente, hacia el ocaso, no aparece la sensación de que algo se va a solucionar en cualquier momento, no hay lugar para la esperanza. Todo esta en tinieblas, en una calma chicha que tan genialmente Gracq nos muestra. En la provincia de las Sirtes la paz no les es suficiente, necesitan vencer al enemigo. La guerra, ¿es una necesidad humana o del Estado? Recordemos que Garcq estuvo en la guerra y cayó prisionero.

Puede sorprender un lenguaje tan poético y tan densamente bello para moverse en un tema como la guerra, una guerra ciega, sin conocer al enemigo, incluso deseándolo. “¿Con que vienen?-dije, y toda mi cólera se desvaneció de golpe para dar paso a una sensación de certidumbre y tranquilidad maravillosa; era como si el sopor de la arena hubiera sido traspasado de pronto por el rumor de miles de fuentes; como si, con el choque de los millones de pisadas del ejército misterioso, floreciera el desierto a mi alrededor hasta el infinito”

Desde luego quien quiera hacerlo, deberá pasear por la Señoría de Orsenna con calma, saboreando las palabras, reteniendo la niebla para sí, sintiendo la humedad en los huesos para estar más cerca de Julien Gracq.



Laura O.

miércoles, 9 de abril de 2008

¿Recomendar la lectura?



De vez en cuando alguien me pregunta ¿qué libro me recomiendas para este fin de semana? Y me pone en un apuro, porque recomendar libros me resulta tan maniqueo y dudoso como dar consejos en general sobre la vida. No estoy segura de que deba hacerlo, y menos con carácter de autoridad, ni me parece justo ni adecuado tratar de imponer mis preferencias. ¿Con qué criterios puedo nombrar unas obras e ignorar otras? ¿Es que acaso lo que a mi me gusta le va a gustar a mi amiga? Y al final concluyo mira, que cada cual lea lo que quiera y que cada cual viva como le plazca... Pero creo que es un pensamiento de tolerancia digamos formal y hasta un tanto cínico, porque a continuación pienso pero si no lee tal cosa, lo que se pierde...Y es que no es lo mismo arriesgarse una en la lectura, que aconsejar al albur a otros.

De todos modos, huyo de pontificar sobre las bondades aceptadas socialmente acerca de la lectura. No sé si leer hace a los hombres más buenos, más solidarios, más cariñosos, más sinceros, más inteligentes y capacitados...pero lo que seguro que la lectura nos vuelve es más juguetones, más abiertos, más indagadores, más locuelos, más iconoclastas, más seductores (y seducidos) o sea, todo eso que resultaría absolutamente inútil a la hora de rellenar un currículum para que te contraten en una empresa. Lo siento, pero es que no me convence la demagogia comercial ni la moralina al uso sobre las supuestas propiedades elevadas, con trasfondo de ventas, que acarrea leer.

Sin embargo, acepto que la lectura es un remedio para la supervivencia. Acaso no apreciamos lo suficiente lo que puede suponer para cada individuo en medio del fragor cotidiano. Sólo en situaciones límite es cuando más la valoramos: conozco casos de personas que han padecido en la cárcel duras condiciones de aislamiento vengativo y que han vadeado su hundimiento anímico leyendo a los clásicos. Sé de enfermos muy tocados y al borde de la depresión más destructiva, así como de gente con crisis galopante en sus años de vuelta de la vida, que han enderezado su fortaleza entregándose a las narraciones más dispares. O de individuos comunes que compensan los desasosiegos ordinarios de cada día llevándose a las sábanas blancas un relato breve. Algo de bálsamo misterioso tendrá leer, me repito a mi misma.





Porque lo que es innegable es que las lecturas alimentan el mundo interior de las sensaciones. Ya sea por gusto, divertimiento, satisfacción o placer, cada quisqui elegirá el peldaño de la escala que le lleve a su cielo. ¿Por qué no aplicar estas categorías a la lectura, a imagen y semejanza de cómo lo hacemos con la comida, con la contemplación del paisaje, con la observación del arte o con la recreación en el amor? El cerebro de cada cual, que es muy listo y tiene su particular punto de exigencia, reclamará qué textos debe leer para obtener ese gusto, más o menos exquisito, ese placer, más o menos profundizado, esa satisfacción, más o menos plena, esa diversión, más o menos enriquecida, ese bienestar, más o menos correspondido. A partir de ahí, cada uno sabrá cómo le influye la lectura en su disposición para comprender el mundo, en sus relaciones con los otros, en su pertrecharse éticamente o en su capacidad de subsistencia.

Así que ante los consejos solicitados me vuelvo prudente y me limito a comunicar a mis amigos aquellas lecturas que me han resultado interesantes y no digo ya si me han apasionado, sea por el sentido de su contenido argumental o por su construcción de lenguaje o por su capacidad de transmitir experiencias o por todo el conjunto a la vez. No se trata de atosigarles con un leed esto que es muy bueno por tal y por cual, porque odio la predicación y las misiones, sino decirles simplemente de entrada a mi me ha gustado por esto y me ha interesado por lo otro. Porque al fin y al cabo, leer es algo tan subjetivo, tan íntimo, tan de secreto de sumario...Y que, si bien te proyecta hacia lo exterior y te ubica en los territorios de la ajeneidad, también te pone en la pista de desvelar las ocultaciones o de indagar en los desconocimientos que se lleva dentro. Y es que una no vale para dejarse puesta la máscara de dura cuando la tocan en las propias debilidades.


Cecilia Camino

sábado, 5 de abril de 2008

Barry Gifford en Rayuela



Charo nos pasa la siguiente buena nueva.


Estimados amigos.

Barry Gifford visita España con motivo del IV Festival Palabra y Música de Spoken World y de la edición de su libro Una puerta al río, editado por La otra orilla. Por ese motivo y gracias a la gestión de la Asociación Laika, Barry Gifford estará en Rayuela el próximo

martes día 8 de abril a las 8 de la tarde.



El acto consistirá en un coloquio con el autor, que estará acompañado por Diego Valverde Villena (Director de la Feria del Libro de Valladolid) y la presentación de su último libro Una puerta al río, editado por La otra
Orilla.


Sobre el autor

La obra de Barry Gifford (Chicago, Illinois, 1946) se ha traducido a veintiocho idiomas y ha sido reconocida con numerosos premios de ámbito internacional. En el cine contemporáneo de autor ha alcanzado un lugar privilegiado, así como la simpatía de la crítica y el público. La película Corazón salvaje, de David Lynch, basada en una novela suya, ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1990. en 1997, su novela Perdita Durango fue llevada al cine por el director español Álex de la Iglesia. También escribió con David Lynch el guión de Carretera perdida.


Bibliografía

- El padre fantasma
- Puerto trópico

- Gente nocturna
- Historia de Sailor y Lula
- El asunto de la Sinaloa
- Baby Cat-Face
- Wyoming
- El libro de Jack. Una biografía oral de Jack Kerouac
- Las cuatro reinas


Estoy muy contenta de poder contar con la presencia de Barry Gifford en Rayuela, soy consciente de lo difícil que es conseguir traer a Valladolid autores de su categoría. Por ello cuento una vez más con vuestro apoyo para difundir este encuentro, importante para el mundo de la cultura de nuestra ciudad.

Gracias y besos a todos

Charo A. Vergaz



martes, 1 de abril de 2008

La maleta de Pamuk



Las maletas pueden guardar algo más que calcetines, mudas, pijamas, maquinillas de afeitar o cepillos de dientes. Pueden preservar también memoria: cartas que no se desean destruir, recortes de periódicos, pulseras regaladas, pequeños objetos de la infancia, alguna foto de los viejos tiempos. Y a veces deparan la sorpresa de haber salvado de la incuria del tiempo viejos escritos: novelas de juventud, o consideraciones autobiográficas, por supuesto, absolutamente inéditas. Algo de esto había en la maleta que el padre de Orhan Pamuk legó a su hijo. Para el hijo, allí se guardaban claves de la vida de su padre, pistas del alejamiento voluntario de la familia que llevó a cabo éste.

Pamuk, es ese habitante de Estambul de mediana edad que recibió el Nobel de Literatura en 2005, y que hace treinta años decidió convertirse en ciudadano del mundo a través de la lectura de la literatura occidental y sobre todo a base de practicar la escritura, en conflicto incluso con el nacionalismo fundamentalista latente en la sociedad turca.




La maleta de mi padre son tres brevísimos trabajos, aunque no banales, que la editorial Mondadori editó en 2007. Uno de ellos es precisamente el discurso de entrega del Premio Nobel. En ellos, y con un estilo de comunicación directo con el público, habla de sus motivos para escribir, de la naturaleza de la misma escritura, del poder de la evocación, de la necesidad de leer todo lo posible. Entresacamos un párrafo acerca de sus razones, digamos, profundas.

“Como todos ustedes saben, la pregunta que más a menudo se nos hace a los escritores, la que más me gusta es la siguiente: ¿Por qué escribe? ¡Escribo porque me sale de dentro! Escribo porque soy incapaz de hacer un trabajo normal como los demás. Escribo para que se escriban libros parecidos a los míos y yo pueda leerlos. Escribo porque estoy muy, muy enfadado con todos ustedes, con todo el mundo. Escribo porque me gusta pasarme el día entero en una habitación escribiendo. Escribo porque solo puedo soportar la realidad si la altero. Escribo para que el mundo entero sepa la vida que hemos llevado y seguimos llevando yo, los otros, todos nosotros, en Estambul, en Turquía. Escribo porque me gusta el olor del papel, de la pluma, de la tinta. Escribo porque más que en cualquier cosa creo en la literatura y en la novela. Escribo porque es una costumbre y una pasión. Escribo porque me da miedo ser olvidado. Escribo porque me gustan la fama y la atención que me ha proporcionado la escritura. Escribo para estar solo. Escribo porque puede que así comprenda la razón por la que estoy tan, tan enfadado con ustedes, con el mundo. Escribo porque me gusta ser leído. ... Escribo porque infantilmente creo en la inmortalidad de las bibliotecas y en cómo mis libros están en los estantes. Escribo porque la vida, el mundo, todo, es increíblemente hermoso y sorprendente. Escribo porque me resulta agradable verter en palabras toda esa belleza y esa riqueza de la vida. Escribo no para contar una historia sino para inventar una historia. Escribo para librarme de la sensación de que hay un sitio al que debo ir pero al que no consigo llegar, como en un sueño. Escribo porque no consigo ser feliz. Escribo para ser feliz”