El apellido de este argentino, ya francés, es sinónimo de ratón de biblioteca, de escrutador del fenómeno de la lectura y estudioso del placer que ésta procura. Su última aportación a la extensa lista de títulos metaliterarios que ha firmado es ‘Breve tratado de la pasión’ (Lumen, 2008). Y cualquier lector curioso, que haya bebido en fuentes ajenas antes de escribir una carta de amor, encontrará conocidos en los textos seleccionados por el autor de ‘En el bosque del espejo’. Desde la correspondencia amorosa –ésa que no tiene perdón cuando es mala y se transmuta en género rey si le acompaña la calidad-, a reflexiones en torno a la cadena humana que más libertades ha hecho anhelar, pasando por poemas, súplicas y misivas de pura intendencia, Manguel recorre algunos de los pliegues más domésticos y cercanos de personajes como Napoleón, Chopin o Enrique VIII.
Ya en el círculo de los moralistas franceses nos advierte Ninon de l’Enclos en una carta dirigida al marqués de Sévigné “¿debo deciros qué es lo que hace al amor tan peligroso? Es nuestra tendencia a hacernos de él una idea demasiado elevada” (1650). Ella, tan lúcida, le pedía a su remitente que considerara que sólo su “aspecto exterior es de mujer, mi corazón y mi mente son completamente masculinos”. Curioso abandono de su sagacidad que otorgaba sexo a la inteligencia. Pero como era una carta privada, sólo sacada a la luz por el morboso afán recuperador de las generaciones de siglos posteriores, la humanidad no aprendió de ella y se empeñó en hacer del amor un motor que organiza el corazón y la sociedad.
Un siglo antes Suleimán el Magnífico, bajo el seudónimo de Muhibii, describía el encuentro con su sultana como “mi día libre de pena”. También para Joyce pensar en su Nora Barnacle significaba ponerse de buen humor, convertir un lunes irlandés en un día luminoso y escribir a su amada era un intento de hacer que a ella le ocurriera lo mismo. Las cartas del romántico Chopin a Delphine Potocka (1835), en cambio, limitan el apasionamiento a su música –todavía no había aparecido George Sand en su horizonte-. En ellas lamenta la existencia de las mujeres que distraen a su cuerpo del pentagrama, “¡con razón los santos llamaban a la mujer la puerta del infierno!”. Y como si quisiera redimirse de la distracción profesional, se refiere al sexo de su amada como su ‘re bemol mayor’.
La ansiedad homosexual de Whitman, la sinceridad de Victoria Ocampo –“no juguemos con las palabras…es algo que no hago con nadie”-, los sueños de amor libre de Rosa Luxemburgo –cómo prepara su vida en pareja sin anillos de por medio-, la apasionada dependencia de Zelda Fitzgerald –“estar sin ti es como pedir clemencia a una tormenta o matar la Belleza o hacerse viejo”-, la maquiavélica lucidez de Lucrecia Borgia –“sé que la sola espera de lo que se desea representa la parte mayor de la satisfacción, pues la esperanza de poseerlo aviva el deseo”- o la digna y agónica advertencia del preso Miguel Hernández –“no me mates que no vas a poder vivir sin mí”-, son algunas gavillas de amor recogidas por Manguel.
Es larga la relación de personajes, pinceladas de su lado menos glorioso y más íntimo. Se echa de menos aportaciones al tema tan geniales como las cartas del joven Hölderlin a su Suzette o las de Pedro Salinas a su Katherine Whitmore. Quizá las haya reservado el autor para una monografía. A fin de cuentas es un volumen reeditable ampliado cada año. Quedémonos con el propósito del misterioso Georgie Borges que se prometía ante Estela Canto en 1945: “no volveré a entregarme a la piedad por mí mismo”.
Viernes.
Ya en el círculo de los moralistas franceses nos advierte Ninon de l’Enclos en una carta dirigida al marqués de Sévigné “¿debo deciros qué es lo que hace al amor tan peligroso? Es nuestra tendencia a hacernos de él una idea demasiado elevada” (1650). Ella, tan lúcida, le pedía a su remitente que considerara que sólo su “aspecto exterior es de mujer, mi corazón y mi mente son completamente masculinos”. Curioso abandono de su sagacidad que otorgaba sexo a la inteligencia. Pero como era una carta privada, sólo sacada a la luz por el morboso afán recuperador de las generaciones de siglos posteriores, la humanidad no aprendió de ella y se empeñó en hacer del amor un motor que organiza el corazón y la sociedad.
Un siglo antes Suleimán el Magnífico, bajo el seudónimo de Muhibii, describía el encuentro con su sultana como “mi día libre de pena”. También para Joyce pensar en su Nora Barnacle significaba ponerse de buen humor, convertir un lunes irlandés en un día luminoso y escribir a su amada era un intento de hacer que a ella le ocurriera lo mismo. Las cartas del romántico Chopin a Delphine Potocka (1835), en cambio, limitan el apasionamiento a su música –todavía no había aparecido George Sand en su horizonte-. En ellas lamenta la existencia de las mujeres que distraen a su cuerpo del pentagrama, “¡con razón los santos llamaban a la mujer la puerta del infierno!”. Y como si quisiera redimirse de la distracción profesional, se refiere al sexo de su amada como su ‘re bemol mayor’.
La ansiedad homosexual de Whitman, la sinceridad de Victoria Ocampo –“no juguemos con las palabras…es algo que no hago con nadie”-, los sueños de amor libre de Rosa Luxemburgo –cómo prepara su vida en pareja sin anillos de por medio-, la apasionada dependencia de Zelda Fitzgerald –“estar sin ti es como pedir clemencia a una tormenta o matar la Belleza o hacerse viejo”-, la maquiavélica lucidez de Lucrecia Borgia –“sé que la sola espera de lo que se desea representa la parte mayor de la satisfacción, pues la esperanza de poseerlo aviva el deseo”- o la digna y agónica advertencia del preso Miguel Hernández –“no me mates que no vas a poder vivir sin mí”-, son algunas gavillas de amor recogidas por Manguel.
Es larga la relación de personajes, pinceladas de su lado menos glorioso y más íntimo. Se echa de menos aportaciones al tema tan geniales como las cartas del joven Hölderlin a su Suzette o las de Pedro Salinas a su Katherine Whitmore. Quizá las haya reservado el autor para una monografía. A fin de cuentas es un volumen reeditable ampliado cada año. Quedémonos con el propósito del misterioso Georgie Borges que se prometía ante Estela Canto en 1945: “no volveré a entregarme a la piedad por mí mismo”.
Viernes.
1 comentario:
Una vez más, haremos caso a la maga, y nos aventuraremos con ‘Breve tratado de la pasión’. ¡Nos vemos en Rayuela!
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