“...Los hombres desesperados viven en ángulos. Todos los hombres enamorados viven en ángulos. Todos los lectores de libros viven en ángulos. Los hombres desesperados viven suspendidos en el espacio como figuras pintadas sobre las paredes, sin respirar, sin hablar, sin escuchar a nadie.”
Estas frases del primer capítulo de Terraza en Roma, un tanto crípticas cuando no categóricas, tientan ya la lectura y ponen tras la pista de la desventura del protagonista desde el primer momento. Si en Todas las mañanas del mundo, el sujeto central era ese personaje adusto y severo, mortificado por su fe jansenista y por su propia viudez, y obseso con la educación de sus hijas, el Señor de Sainte-Colombe, en Terraza en Roma, Pascal Quignard nos trae a otro creador, esta vez del mundo del grabado, al que llama Meaume, marcado por una desgracia de juventud para el resto de su vida.
Meaume, un joven grabador nacido a principios del siglo XVII, se enamora de Nanni Veet Jacobsz, una joven comprometida ya en matrimonio. Ésta le corresponde, frecuentan sus encuentros, hasta que el hombre al que está destinada por designio familiar para casarse se toma la venganza. Un día éste entra por la fuerza en la estancia en que los dos amantes se entregan ardorosamente y echa un líquido corrosivo sobre el rostro de Meaume, el grabador veintiañero. Con el rostro deforme por las quemaduras, se ve además obligado a abandonar Brujas porque es puesto sobreaviso por su amada de que el prometido pretende matarlo.
A partir de esa huída, donde lo peor no es sólo la deformidad sino la pérdida de la amada, comienza el periplo del grabador a través de ciudades y reinos europeos. Huye hacia el sur, atraviesa naciones, cordilleras y acaba recalando en una terraza con sobradillo en el Aventino, en Roma. Pero el recorrido le va a proporcionar también el dominio del oficio, el paso por talleres donde avezar en técnicas y centrar su propio estilo. Un estilo que bien podría quedar definido por grabado a la manera negra, donde los colores no existen, donde los trazos se ejecutan a base de luz y de sombra, que consiguen dar a las figuras, a las escenas y a los paisajes un resalte más ausente y a veces hasta tenebroso. ¿O es Quignard el que decide que ese amor quebrado va a ser el que marque su impronta particular en la intensidad de la visión? “La visión se perfilaba en la sombra, se destacaba del fondo, se arrancaba a la noche que no conocía la luz”.
Y así, el grabador, nos cuenta Quignard, concebía sus representaciones como fuerzas de la naturaleza, y los lugares como animales vivos, en acción, hasta involucrar a los propios humanos. “Es la materia la que imagina el cielo. Luego, el cielo imagina la vida. Luego, la vida imagina la naturaleza. Luego, la naturaleza crece y se muestra bajo distintas formas que, más que concebir, inventa hurgando en el espacio. Nuestros cuerpos son una de esas imágenes que la naturaleza ha intentado hacer de la luz”.
A lo largo de su existencia, el grabador va a estar asaeteado por el recuerdo de su amada perdida, que se le aparece con frecuencia en sueños, a la que reproduce hasta la saciedad en grabados y estampas. Incluso en revelaciones a los íntimos no duda en manifestar de qué manera sus sentimientos forzosamente reprimidos y obligados a claudicar los ha sacrificado en aras de una exaltación que le alivia a través de su obra creativa. Dice Meaume: “El amor consiste en imágenes que acosan el espíritu. A estas visiones irresistibles se suma una conversación inagotable que se dirige a un solo ser, al que dedicamos todo cuanto vivimos. Este puede estar vivo o muerto. Su filiación se halla en los sueños, pues en ellos no cuentan ni la voluntad ni el interés. Ahora bien, los sueños son imágenes. Incluso, para ser más exacto, los sueños son los padres y los amos de las imágenes. Soy un hombre al que las imágenes atacan. Hago imágenes que surgen de la noche. Me había consagrado a un antiguo amor cuya carne no se ha desvanecido en la realidad, pero cuya visión ha dejado de ser posible porque su uso ha sido concedido a una muestra más bella.”
El grabador Meaume, dedicado al blanco y al negro, donde tallar es seguir el curso de las sombras y las sombras se ven abocadas a la fuerza de la luz, se entrega a las fuerzas naturales, pero a veces concede a las representaciones el valor de la apariencia. “...Hay una apariencia propia de este mundo. A menudo hay sueños. A veces hay que retirar la sábana de la cama y descubrir los cuerpos que se aman. A veces hay que mostrar los puentes y los caseríos, las torres y los miradores, los barcos y los carros, las personas en sus habitaciones con sus animales domésticos”.
De esta guisa, Pascal Quignard prosigue su relato de la vida del grabador, sobre pequeños capítulos, quintaesenciados, oníricos unas veces, como maneras a la negra otros. Dibuja la vida errante de un pintor que podría ser la de todos los pintores. Pero en la vida de Meaume no todo es la acechanza del pasado. Conoce a Marie, que no le rechaza por su desfiguración, y que le acompaña, en ocasiones aleatoriamente, hasta el fin de sus días. ¿Son algunos de los capítulos de Terraza en Roma como grabados? Indudablemente. De la misma manera que en obras anteriores Quignard fusionaba música y literatura, aquí trata de hacernos vivir el arte del grabado trasladándolo a una forma literaria concisa, a veces distante, a veces matizada, siempre posiblemente autobiográfica. Cuando pone en boca de otros pintores o artistas algunas opiniones, nunca sabemos si son reales o ficcionadas por Quignard.
Tal es el arte del autor. Llega incluso un momento en que las pasiones humanas, el color, la manera de hacer el arte de la representación, se funden en párrafos agudísimos:
“El abad de Saint-Cyran: La ira es la recusación del color. Meaumus el Romano fue el pintor del rechazo del color. El negro y la ira son una misma palabra, del mismo modo que Dios y la venganza son el único acto eterno. El Eterno dijo: la venganza es mía...Para los Antiguos, la ira de la melancolía era la negrura de la noche. Nunca habrá bastante negro para expresar el violento contraste que desgarra este mundo entre el nacimiento y la muerte. Pero no sirve de nada vendarse los ojos, darle dos vueltas al paño y anudárselo en la nuca. No hay que decir: entre el nacimiento y la muerte. Hay que decir, con voz decidida, como Dios: entre la sexualidad y el infierno”.
En fin, es la melancolía, y no la desesperación, lo que marca la vida de Meaume el Gabador. ¿O acaso también y, sobre todo, la vida del jansenista Pascal Quignard? La ira y la melancolía, o cada una por su lado, son los trazos de la canción del arte a la manera negra.
María González
(Los grabados son de Caillot; en la fotografía, Pascal Quignard)