domingo, 24 de agosto de 2008
Las transmutaciones de Blake
Las lecturas de verano llevan a muchas partes. Pero, ¿qué es la lectura de verano? ¿La típica novela ligerita y soportable? ¿La que se vende más? ¿La que se cita entre amigos por inercia y porque hay que hablar de que se ha leído durante las vacaciones algún libro? ¿La que ayuda a uno a aislarse de la familia para que no le den la cencerrada? ¿La narración más densa cuya lectura sólo puede afrontarse porque se dispone de más tiempo? ¿La que se viene aplazando hasta ciertos momentos en que uno puede sentirse más relajado? Siempre me ha parecido que lo de lectura de verano era un eufemismo, y no sería fácil ponerse de acuerdo en la nomenclatura en boga.
Pero en verano pueden leerse también, como en cualquier época del año, los textos más extraños, las letras más rebuscadas, las redacciones más sinuosas e imaginativas. Por azar ha caído en mis manos Matrimonio del cielo y el infierno, del pintor y poeta inglés William Blake (1757-1827), personaje peculiar y místico, visionario e intuitivo como pocos, mitómano e intelectivo, imaginativo y atronador, alquimista donde poesía y profecía van de la mano, todo lo cual hacen de su obra y de su personalidad algo inclasificable. Beligerante con la propia religión, busca en el Arte la esencia de la religión auténtica. Y en esa búsqueda, sus palabras adquieren tonos que parecen desgajados de textos sagrados antiguos de cualquier religión o cosmogénesis.
Pero mi intención no es tanto hablar de Blake, como ofrecer un breve pasaje, donde la ironía se disfraza de su propia representación iconográfica.
“Hallábame en una Imprenta del Infierno, y vi el método por el cual el conocimiento es transmitido de generación en generación.
En la primera cámara había un Hombre-Dragón apartando los escombros de la boca de una caverna; dentro, un gran número de Dragones ahondaba la cueva.
En la segunda cámara había una Víbora enrollada en la roca y la caverna y otras adornándola con oro, plata y piedras preciosas.
En la tercera cámara había un Águila con alas y plumas de aire: hacía que el interior de la cueva fuera infinito; alrededor grandes cantidades de Águilas semejantes a hombres construían palacios en los inmensos farallones.
En la cuarta cámara había Leones de flameante fuego, rondando furiosos y fundiendo los metales en vivientes fluidos.
En la quinta cámara había formas Innominadas que arrojaban los metales al espacio.
Allí eran recibidos por Hombres que ocupaban la sexta cámara y tomaban las formas de libros y eran colocados en bibliotecas.”
¿Anda muy descaminado Blake cuando convierte en medio de ese Infierno imaginario a los hombres en libros? Para quien deje de lado por un momento su lectura de verano y medite, la respuesta está implícita. Los libros en general condensan la historia de la humanidad. Las novelas y la poesía en particular matizan los elementos pasionales de la naturaleza humana. Y los recrean argumentalmente. Ahí, William Blake lo tenía muy claro.
Matrimonio del cielo y el infierno, Cantos de inocencia, Cantos de experiencia, de William Blake están recogidos en un mismo volumen en la Colección Visor de Poesía, de donde he extraído la cita.
María Camino
(Las ilustraciones son obras del mismo William Blake)
domingo, 10 de agosto de 2008
Nada grave, de Ángel González
ya no me dice nada,
y nada tengo que decirle a ella.
La única palabra
que entiendo y que pronuncio
es ésta
que con todo mi amor hoy te dedico:
nada.
Con esta poesía cita se inicia el último libro de poemas de Ángel González titulado Nada grave. Libro del que nunca sabremos si está completo o no, porque cuando murió el poeta en enero de este año eran papeles nonatos. Hay quien considera que son sólo apuntes y que, por lo tanto, adolecen de la orfandad del autor. Ahora sale a la luz en la colección Palabra de Honor, de Visor Poesía. Nada y grave. Ahí es nada. Curiosos dos vocablos que por separado tienen una entidad densa y pesada (el vacío también es oneroso) y que, sin embargo, juntas las utilizamos con frecuencia para aligerar las cosas que nos pasan en la vida.
Conozco algún lector fervoroso de la obra de Ángel González que, al hojear este libro en la librería, no se ha atrevido a adquirirlo. Acaso por el temor a encontrarse con una elevada dosis de pesimismo ácido -el pesimismo late en muchos de sus libros, en casi todos- pero esta vez terminal, sin solución, donde la amarga luz de quien se sabe en el periodo postrero de suma -sumaria- crisis personal, grava cada palabra, cada expresión, cada sentido. La vejez es una artera pero ineludible -y no todos pueden decirlo- bruja que no sólo trae el deterioro físico del hombre, sino también el recuento de las insatisfacciones, los desgarros sentimentales nunca superados, las cuentas pendientes jamás contabilizadas. Si bien escribir poesía fue el oficio y la boda íntima con su otro Yo en Ángel González, algo que le permitió permanecer con ciertas esperanzas entre los vivos, hay un toque especial de escepticismo voluptuoso en todas las poesías que escribió estos últimos años. El vigor de sus versos no ha mermado por ello, ni por mor de la edad, y su lucidez, tan constante en toda su obra, aparece en los poemas de Nada grave con un tono más desprovisto que nunca de lo superfluo, y, por lo tanto, si cabe, más directo y desgarrador.
Nada debe haber más claro para un hombre que ve aproximarse el fina que saberse en la necesidad de afrontarlo. Que puede ser, simplemente, sobrellevarlo. Si el hombre ha sido auténtico -¿proporciona la poesía más autenticidad o simplemente más recursos para hacer frente al fin?- no caben patrañas ni máscaras para encarar esa recta final. Ésa es la sensación que se tiene al leer Nada grave. Y hay mucho de balance en ellos, mucho de desesperanza justificada. ¿Para qué esperar lo que no cabe ya siquiera como posible en el perímetro de lo probable? Y, sin embargo, hay todavía algo de lucha en ese mantenerse mientras los ojos miren:
Cierro los ojos: desaparece el mundo.
En el interior negro de mi cuerpo
sigue mi yo sombrío sin cambiar de postura.
Ensimismado, mudo, impenetrable.
Asusta su silencio: es un reproche.
Abro los ojos: el mundo reaparece
luminoso, diverso.
Pero mi yo persiste, no abandona.
Él es el que lo mira,
él es el que proyecta
el mutismo obstinado, la frialdad distante
que el mundo me devuelve implacable, severo.
Y la ironía amarga, la lúcida desfachatez que sólo puede permitirse el implacable resistente, aquél para quien las palabras fueron fuste y también toro donde descansar arquitecturas de la insólita existencia...
Acaso
Ese golpe final
-yo ya caído-
no fue otro acto de crueldad,
sino una prueba
de la piedad que decían no tenerme.
La madre que me parió,
en el momento de alumbrarme,
no sabía que daba a luz un pedazo de sombra.
Como era de esperar, creció esa sombra,
se hizo
más grande y más oscura,
negra, negra.
Y acabó ensombreciendo cuanto la rodeaba.
En su ámbito sombrío,
ya no tiene perfiles esa sombra:
confundida en lo oscuro con lo oscuro,
sombra
en pena e sí misma o
(no lo sabe)
en el dolor de todo lo que había ensombrecido.
Leo poemas al azar,
leo casi sin pensar en lo que leo.
Cuando me encuentro un verso triste,
siento en el alma como una caricia.
No es que me alivie la tristeza ajena;
es que me siento menos solo.
O bien los otros versos...
Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
-¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?
Y él respondió:
-Lo sé;
pero lo que yo siento es de verdad.
A veces, el relativismo más extremo le hace ser clarividente. Y ante la situación, el poeta se vuelve escueto -como la vida ya probada: escueta, sumamente precisa y limitada- y absolutamente conciso, limpios de todo polvo y paja sus versos, sonando ya a versículos:
Lo que queda
-tan poco ya-
sería suficiente
si durase.
Esa clarividencia es de una honestidad desbordante. La conciencia de lo que ya no se arranca de sí, de lo que no tiene cura -ni curación, ni cuidado- vuelve agrias sus observaciones sobre la vida. Los valores profundos del individuo, las sensaciones, las emociones más cautas hacen mella en el hombre. Pero el poeta sigue obrando con las palabras como si se tratasen de partículas resucitadoras...
Hay que ser muy valiente para vivir con miedo.
Contra lo que se cree comúnmente,
no es siempre el miedo asunto de cobardes.
Para vivir muerto de miedo,
hace falta, en efecto, muchísimo valor.
Es evidente que el balance le sigue persiguiendo a Ángel González con una luminosa manifestación. ¿Qué cabe en un hombre de la edad provecta y enormemente cansado? ¿Qué suponen los recuerdos de las vivencias y de las relaciones que jamás se instalaron del todo para hacerle feliz? ¿Son los puntos de contrición que emergen por instinto unas tablas de salvación cuando ya no queda nada que salvar, porque nada puede salvarse ante la evidencia de los hechos consumados?
Dicen que el agua pasada
no mueve molino.
Pero el río de la vida
que pasó
sigue moliéndome vivo,
hecho polvo
enamorado
del agua, del agua aquella,
cuyo murmullo lejano
aún oye mi corazón.
Y es entonces la ansiedad, el recurso a la melancolía. Vieja compañera de los tiempos, arriesgada cómplice, martirio de pusilánimes. Mas, ¿acaso no podría estar justificada en esos instantes en que apenas va quedando dentro de uno sino la memoria como sustancia fiel?
De tarde en tarde el cielo está que arde.
En el jardín la luz declina rosa
rosae, y la fuente rumorosa
conjuga en el silencio de la tarde
El presente de un verbo evanescente
que articula el mañana y el ayer.
“Todo lo que ya fue volverá a ser”,
murmura el cuento claro de la fuente.
El cuento de la fuente es eso: un cuento.
Quemó el cielo la luz en la que ardía,
y el día se deshizo en un memento
homo, humo, ceniza, lejanía.
Esto es lo que nos queda de aquel día.
Quien quiera saber de él, pregunte al viento.
Que nadie tema acercarse a estos veinte poemas finales de Ángel Rodríguez. No son para espantar. Son exquisitos. Están para hacernos concebir la vida con otra luz a los que permanecemos -por inercia, instinto o supervivencia neta, ¿no es todo lo mismo?- y nos ratifican. Total, nada grave que no suceda antes o después a todos los transeúntes del azar.
Joaquín Ruiz
sábado, 2 de agosto de 2008
El andén de Leopoldo Alas
Aprovechando la oportunidad que me brinda La Maga, os adjunto este brevísimo recordatorio.
Ante la desaparición de Leopoldo Alas Mínguez, sólo recuperar un fragmento del poema de juventud Los andenes, que en El País de hoy reproduce Vicente Molina Foix:
Los trenes sólo pasan
cuando no se los espera, y nos sorprenden:
hay que agarrarse a los trenes con las uñas
cuando pasan por delante,
aunque te den la espalda,
hay que montarse en marcha
porque los trenes no paran,
eres tú el que está parado
con la maleta cerrada.
Y es que a veces, los poemas de las edades tempranas son los más clarividentes. Retorna a la calma, amigo Leopoldo.
Balbino Guzmán